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Mi cuerpo y mi vida.

  • Foto del escritor: Constanza Tallaferro
    Constanza Tallaferro
  • 23 nov 2014
  • 6 Min. de lectura

Una niña de 10 años, radiantes ojos de miel, piel blanca y una soltura en su hablar que afirma la impresión de que ha crecido rodeada de adultos, se me acerca en el parque Quinimarí, de la ciudad de San Cristóbal, Venezuela. Acabo de terminar mi rutina de ejercicios, saltar la cuerda 1500 veces en 5 sets complementado por flexiones de varios tipos y algunos Deep bench. Me siento en un banco a descansar y a dejar que la brisa que corre esporádica seque mi sudor, que a las 5 de la tarde corre raudo por toda la piel, dando constancia del esfuerzo hecho. Estoy feliz, pensando en lo bien que funciona mi cuerpo, y en que casi casi, tengo la figura deseada.

Ha sido una lucha de años, batallando con demonios culinarios, internos y sedentarios que hasta ahora, por primera vez en 18 años, siento que están perdiendo la guerra.

La nena se me acerca deseosa de empezar a conversar y yo, sonriente, le doy pie. La saludo y admiro asombrada su radiante sonrisa mientras me pregunta si soy deportista, y qué ejercicios hago para mantenerme en forma.

Me asombró un poco su curiosidad, y sencilla, le respondo “salto la cuerda, hago uno que otro ejercicio para mejorar mi tono muscular, y doy clases de yoga los martes y los jueves de 6 a 7 de la tarde acá en el parque”. “Osea, ¿que hoy das clases?, ¿puedo ir? Es que estoy muy preocupada porque estoy gorda, y no sé qué hacer para bajar de peso, las dietas no me sirven…”

Atónita, acierto a enlazar unas cuantas frases: “amor… eres una niña, aún no te desarrollas… solo evita las chucherías y los refrescos… y ya, no estás gorda” y en este punto me interrumpe: “Noooooo sino obesa”.

No puedo más que explicarle cuestiones de biología y desarrollo, le digo mi experiencia, como niña gorda que luego se desarrolló y su cuerpo mejoró, redistribuyendo todo para mejor… y la invito a la clase de yoga que comenzará en una hora o así.

Va corriendo emocionada, me imagino que a contarle la novedad a su mamá, mientras yo me quedo alelada.

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De pronto recuerdo mi primera dieta. Tenía nueve años y a esa tierna edad ya copiaba los patrones que veía constantes en las mujeres que me rodeaban, una inconformidad con el peso que mortificaba, una constante autocrítica y la glotonería que implicaba celebrar cualquier evento con una buena y opípara cena. Inconforme con mi gordura, angustiada comparaba mi cuerpo rechoncho con el de mis compañeras… y salía perdiendo.

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Fue solo la primera de incontables dietas, que desembocaron en una angustia constante, y una completa indefensión ante las situaciones de tensión que a lo largo de la vida se me iban presentando, con la que lidiaba ahogando mis penas en comida.

Para después martirizarme, y terminar viendo al espejo con lágrimas en los ojos, los estragos que el tenedor traía a mi cuerpo. A los 18 años ya mi autoestima estaba destruida, sintiéndome inapropiada e insuficiente, comparada con las mujeres que iba conociendo en el entorno universitario, personal y profesional.

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A pesar de que nunca llegué a pesar más de 93 kilos, midiendo 165 cm, es demasiado. Tuve un novio con el que decidí vivir, ya que era el hombre de mi vida (luchador grecorromano, la primera vez que lo vi sin ropa pensé en los dioses del Olimpo). Eso creí durante 3 años, en los cuales llegué a mi peso máximo y decidí en ese momento, para conservar a mi Adonis (que más bien resultó ser un narciso) bajar de peso. Agonía de Herbalife mientras lo veía comer de todo, ensaladas infinitas y pilates eterno llevaron a que perdiera 20 kilos. Estaba en 73, bien… pero no tanto.

Luego el adonis se fue con algún narciso… y yo ahogué de nuevo mis penas, en vasos, platos y copas de helado, que hicieron que recuperara 10 de esos 20 kilos perdidos. Dolor, angustia, autoestima nivel inframundo. Relaciones dañinas, ya que… por martillado o cliché que suene, quién no se quiere a si mismo no conseguirá quien lo quiera… al menos a un nivel sano.

Emergí de esa situación bajando de nuevo a 68 kilos, esta vez, con ejercicio, dieta (adiós al Herbalife, la vez anterior sentía muy raro mi ritmo cardíaco, así que decidí cambiar), brebajes de alpiste y altas dosis de insatisfacción corporal.

En ese momento, fue cuando me di cuenta que toda mi historia de dietas trajo consecuencias devastadoras a mi cuerpo. A mis senos, en especial. Sentía que cada vez que caminaba, los tropezaba con mis rodillas. Exagero, claro, pero no tanto. Aguantaba fácil un lápiz mongol debajo de cada uno. Un día, en un arrebato de tristeza, se los mostré a mi mamá, quien comprensiva, ayudó a sacar el lapicero que sostenía mi seno izquierdo, mientras prometía ayudarme a cambiar eso.

Fuimos con un cirujano plástico amigo, que después de examinarme, me dijo “implantes, no hay otra solución que mejore eso. ¿Cuánto estás pesando ahorita?” yo, orgullosa, le dije 68 kilos…. El serio, cogió la calculadora, multiplicó y dividió por mi estatura, y mirándome muy serio me preguntó: “Constanza, ¿tu te consideras obesa?” “No, acabo de bajar varios kilos” “Pues déjame decirte que lo estás, deberías pesar entre 55 y 60 kilos máximo”.

Se me cayó el mundo…. Había trabajado tan duro… por tanto tiempo… para nada.

Mientras caminaba al coche veía mi reflejo en las superficies brillantes y agonizaba por dentro, viendo barriga, culo, caderas, muslos… tetas caídas bailando en un wonderbra, que las hacía deseables al mundo hasta que me lo quitaba en la noche.

Mi madre, siempre solidaria con mis problemas corporales porque son los mismos que ella tiene, que mi abuela sufre y que seguro, si seguimos para atrás… conseguiremos a una mona criticando su reflejo en un río, prometió que cuando bajara de peso y dejara de fumar, pagaría por la cirugía.

Mi meta. Bajé de peso, dejé de fumar y todo eso me llevó un año, contaba ya 25 cuando cumplí los requisitos… y me lo pensé muchas veces. Sobre todo porque siempre había criticado la superficialidad de la sociedad venezolana, sintiéndome asqueada ante el miss Venezuela, ante las niñas que quieren ser modelos, y las mamás que les planchan el pelo yles pintan las uñas antes de que siquiera sepan decir “paz mundial”, y veía a las cirugías plásticas como parte de esto. No quería convertirme en una hipócrita, así que lo analicé en profundidad, estudiando mis verdaderos motivos para querer arreglar mis senos.

Ninguno de ellos tenía que ver con status, con llamar la atención, con conquistar a nadie o hacerme modelo. Mi motivo yacía en la inconformidad que sentía con mi cuerpo. Aquella desesperaciñon al ver en el espejo algo que no cuadraba con mi imagen del cuerpo ideal, uno sin estrías, celulitis o exceso de grasa, uno donde se pudieran distinguir las líneas del abdomen y resaltara la cintura, por su contraste con unas caderas amplias pero trabajadas, uno con senos pequeños pero con pezones que no miraran tristes al infierno, esa desesperación, me dije, se acabará cuando salga del quirófano.

Han pasado dos años, tengo 6 meses en un régimen de entrenamiento bastante fuerte, veo músculos donde antes había flacidez, siento fuerza donde antes había flojera, puedo realizar cualquier reto físico que desee (no deseo correr un maratón, pero si subir una montaña e un buen tiempo sin morir o cansarme en el intento), he tenido amores con hombres deseables, con hombres bellos, feos, ricos y pobres, inteligentes, insoportables, insaciables y comedidos, sé distinguir las miradas de deseo que despierto entre hombres y mujeres al caminar por la calle y al entrar en cualquier lugar. He comprobado que a la sociedad en la que me desarrollo le gusta la idea de mi cuerpo, de objetificarme y verme solo como un artefacto unido a la fantasía masturbatoria.

Y a diario me miro en el espejo, toco mi abdomen, criticándolo, halando la piel, convenciéndome de que es grasa, estudio mis muslos, mis nalgas, buscando sus debilidades, comparándome con las mismas mujeres de siempre y sigo perdiendo. Voy a una tienda a comprar ropa y pido talla L… para terminar comprando S. Me pasa siempre. Soy incapaz de hacerle saber a un hombre que me gusta, o que lo deseo, por un temor agónico a que no le guste mi gorda figura… 93-64-93, 165 de altura y 60 kilos de peso.

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Quiero rogarle a esa niña del parque que no siga mis pasos. Que no camine los mismos oscuros senderos de la autocrítica, del deseo de un físico que encaje en una sociedad enferma por ser la de “las mujeres más bellas del mundo” (que ya puestos… ¿Qué significa eso?), quisiera detener a los crueles hijos de padres descuidados que se burlan del peso de otros humanos. Cerrarle la boca a la mamá que critica el peso de alguna amiga. Quisiera evitarte este camino de tristezas, que te lleva a buscar una perfección que nunca tendrás, porque cuando alcances tu objetivo… igual seguirás viendo una gorda en el espejo, porque el problema real nunca fue el peso, sino como manejaste el hecho de tenerlo en exceso.

 
 
 
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