Ellos también cuentan... Su historia
- Constanza Tallaferro
- 23 may 2015
- 6 Min. de lectura

“La mía, cuenta la mía, ¡Es más interesante que lo que estás haciendo! ¿Qué es, por cierto? ¿Una disertación acerca de los medios de comunicación actuales? Basura, eso es lo que es”
“No, no, él es un idiota completo, escribe la mía, ¡Anda! Por lo menos tiene un final feliz” decía una prostituta del renacimiento, mientras se refería al pirata Barba Negra como idiota.
Es la misma historia todos los días, entro a mi estudio y enciendo la computadora, soy periodista desempleado e intento mantener el hábito de la escritura para estar fresco el día en que consiga un trabajo, pero en ese precioso momento, en que las ideas corren por mi mente, saltando de tema en tema, arrastrando conexiones extrañas entre noticias actuales, empiezan.
“¿A quién le importa lo que es el Zeitgeist o la globalización? ¡Habla de mí! Soy mil veces más interesante, fíjate que nací debajo de un puente en la campiña francesa en mil…” y esa historia queda anulada por la siguiente discusión: “¿Quién quiere oír cómo naciste? ¡Aburrido es lo que es! Cuenta cómo me asesinaron a la medianoche entre 7 en el cementerio de Montparnasse, eso sí da en qué pensar”
Una eterna discusión entre piratas, princesas, asesinos, asesinados, caballeros y prostitutas se desarrolla en el estudio, anulando la poca concentración que he podido haber tenido en el comienzo.
Tengo una ventana panorámica enfrente, por donde veo circular personas variopintas a toda hora. A lo lejos veo edificios, con anuncios luminosos que venden la vida que no quiero tener, adentro la temperatura es fresca, el estudio es amplio, con una pared estampada de psicodélico anaranjado y las otras cubiertas de libros, a excepción de la de la puerta, de roble macizo, que cuando me siento a escribir queda a mis espaldas.
Es un recinto de paz, ideal para mi profesión. Pero están ellos.
A veces son los mismos, pero siempre, todos ellos quieren que cuente su historia.
A voz en cuello o en susurros intentan contarla a trozos, pero hay tantos que no los puedo entender, luchando entre ellos para llamar mi atención. Sólo se mantiene constante una dama a quién solo puedo ver de reojo cuando se acerca silenciosa a mi lado y mientras enrolla mi cabello en sus dedos, me susurra: “Cuenta la mía, de amor eterno…” y cuando intento prestarle atención se desvanece. Y lo mismo pasa todos los días.
Critican sobre mi hombro lo que escribo, y son indiferentes a mis réplicas, implacables, solo los puedo ver de reojo, cuando volteo desaparecen sus figuras, dejando un ligero olor a limón en el aire, pero eso no disminuye sus estentóreas órdenes y súplicas.
Agotado, suelo intentarlo una o dos horas, pero me siento enfermo, descompuesto y tengo que salir del estudio apagando las luces y cerrando la puerta, porque si la dejo abierta aún los oigo susurrar.
Intenté tener presente a otra persona en el estudio, y para el experimento escogí a mi tía, solterona extravagante que decidió visitarme, haciendo un alto en su gira por cada país del mundo.
Al entrar en el estudio con el pretexto de enseñarle una obra de teatro en la cual estaba trabajando, obra en la que el protagonista sufría la misma situación que yo, la cual lo lleva a tal estado de desesperación, que en el último acto se suicida. Estaba hablando de este final, que no me convencía totalmente, cuando el primero de ellos empezó a gritar “Tío, ¡Que me morí desangrado en la selva después de que un tigre me atacó! ¿Quién no querría oír mis últimos pensamientos? ¡Echa a esa tía, macho, y a trabajar!” Este explorador español me tenía hasta los cojones, una semana oyéndole el mismo cuento, interrumpido cuando empezaba a narrar cómo vio al felino en la selva africana, por el pirata o la princesa.
Esperando la reacción de mi tía, me sentí desilusionado cuando ella no dio señales de haber percibido nada extraño, y comentaba que el protagonista debería haber prestado atención a cada historia, para convertirse en un escritor famoso y excéntrico en vez de un triste suicida. “Si la vida te da limones, aprende a hacer limonada” finalizó mientras le felicitaba por el cítrico aroma de su estudio.
Al día siguiente cuando me quedé solo, volví al estudio, envalentonado. “A ver, los voy a escuchar a todos, pero en orden, pirata, cuéntame tu vida”. Sorprendido, no sabía si funcionaría, pero en medio de susurros inconformes, escuché una voz de trueno que decía: “¡Al abordaje! Ese día llegamos a la tortuga, sólo quedaba un barril de agua potable, pero la bahía estaba rodeada de corsarios ingleses…” Y así, siguió toda la tarde y parte de la noche, con pausas solo requeridas por mí para cubrir mis necesidades humanas.
Un par de días después había escrito la historia de Barba Negra, contada por su fantasma. No lo podía creer. Así continué hasta que todos se habían ido. Tenía famosos, como Luis XV, el Pirata, María Antonieta, hasta Oscar Wilde, y una cerillera que sospechaba era la del cuento, pero también tenía un esquimal, un vaquero, una dama suicida, que cometió el error de enamorarse de su hermanastro casado, y una sirvienta. Una orgía de entrevistas y de creación que me duró unos seis meses, mientras exorcizaba hasta el último de los fantasmas.
El último día revisé lo escrito y lo organicé en carpetas para enviarlas a distintas editoriales bajo el título “Fantasmas honorables, una serie de relatos de ultratumba”, esperando que alguna se interesara por las genuinas historias que iba a encontrar.
Eso fue hace un mes, y estoy esperando aún que alguna editorial se interese. Mientras tanto espero. Vago por mi casa, por la ciudad y por mi vida, sintiéndome más solo que nunca, vacío y sin sentido. Sólo espero encontrarme de nuevo aquel batiburrillo de voces en mi estudio, la desesperación es tal, que acudo a la bebida, pero como el sabor me disgusta, no bebo lo suficiente para emborracharme, pero si me achispo y paso el día en una neblina frenética.
Recibo una llamada de mi tía, con quien comparto mi situación, y me aconseja desde el otro lado del desierto: “Busca ayuda, ve a un psicólogo, habla con alguien de ese tipo” práctica ella, como siempre.
Fue su consejo lo que me trajo hasta acá, así que quizá su consejo me sacaría. Busqué por internet algún terapeuta que me causara confianza, cuando llegué al sitio web de la “Sanadora personal” María Gracia. Sus ojos azules y el cabello negro sedoso me atrajeron, y la sonrisa plena y sabia me convenció de pedir una cita con ella.
El día pautado, a las 3 de la tarde entré a su consultorio. Un recinto pequeño. Acogedor, con aroma a vainilla y a rosas, luz desvaída y decoración en distintas tonalidades de beige, María se sentaba en un sofá marrón claro y yo me senté al frente, en una silla reclinable.
Algo en su mirada y en su suave tono de voz me inspiró confianza, y le hablé con el corazón. “Quiero a mis fantasmas de vuelta, me siento vacío, no consigo inspirarme, y el tiempo de espera sin ellos se me hace eterno.” En una bruma de sollozos, vi que ella tomaba nota y paciente, cruzaba los dedos mientras serena, me miraba.
Hipando aún, esperé un análisis detallado de que no eran fantasmas sino alucinaciones, y lo que menos necesitaba era tenerlas de vuelta en mi vida, cuando ella abrió sus labios para decir palabras muy distintas: “Te voy a recetar esta mezcla secreta de hierbas que deberás hervir en agua destilada durante diez minutos y beberlas después de reposar por veinte, eso te ayudará”. Anonadado no tuve tiempo para preguntarle más del tratamiento, cuando se despidió y me escoltó a la puerta del consultorio, dejándome en manos de su secretaria.
Al llegar a casa hice el té de una vez, no podía esperar a comenzar a trabajar para aliviar mi mal, y mientras esperaba los veinte minutos, empecé a recordar la cita. María Gracia me inspiró confianza, sus ojos y su cabello, sus labios… había algo en ella que me resultaba familiar, aunque no sabía especificar qué. En medio de un ensueño, me quedé pensando en sus largos y delicados dedos, cruzados frente a su regazo mientras me veía llorar por mis perdidos amigos.
El cronómetro sonó y colé el té, de un trago me lo bebí, amargo y concentrado no era nada para disfrutar.
Me senté de nuevo pensando en las manos de mi sensual terapeuta, paseando mis recuerdos de la cita, del consultorio, del ligero… aroma a limón.
¿Limón? Abro los ojos y voy corriendo al estudio, al abrir la puerta huelo el fresco y conocido olor y escucho una sola voz: “Tuve que esperar tanto tiempo pero ahora te tengo solo para mí” mientras unos dedos atrevidos se enrollan en mi cabello y una boca besa suave el lóbulo de mi oreja. Sorprendido me volteo y tomo la casi impalpable cintura de una mujer que se difumina en el estudio. Su cara la veo como a través de una movediza neblina, y el parecido con mi terapeuta es innegable.
Seguro es la hija. O la madre, a través de la niebla no puedo diferenciarlo, pero sus intenciones cuando se aproxima buscando mis caderas con las suyas, son indiscutibles. Viene a por mí. Y yo tan feliz, me sumerjo en su niebla, me desvanezco en su vaivén por siempre.